LA TETERA DE RUSSELL

sábado, 28 de agosto de 2010


Gracias al auge del conocimiento, creer en Dios no es ya una cuestión de argumentos, sino estrictamente una cuestión de fe. Así pues, frente a la imposibilidad de demostrar la hipótesis de Dios, los teístas objetan en ocasiones que los no creyentes tampoco podemos demostrar que Dios no exista. Sin embargo esto carece de criterio, primero porque por esa regla de tres el teísta cristiano tampoco puede demostrar que los dioses de otras religiones no existen, así como sus respectivos mitos de la creación. Pero sobre todo porque cuando se habla de cosas no demostrables, el que debe aportar pruebas no es el que niega, sino el que afirma.

Dios no es una entidad que podamos observar a simple vista, sino un ser incompatible con las leyes de la naturaleza y la realidad. Es decir, no es obvio, sino todo lo contrario: etéreo, indeterminado, ilimitado; una entidad cuya existencia es la suma de todas las improbabilidades. Si actuamos con honestidad debemos aceptar que todo juicio afirmativo de existencia es falso mientras no se pruebe lo contrario.

Para refutar la idea de que le corresponde al escéptico desacreditar las afirmaciones a favor de la existencia de Dios, el filósofo Bertrand Russell (1872-1970) creó una analogía que se conoce como La tetera de Russell. El filósofo la expuso así:

“Si yo sugiriera que entre la Tierra y Marte hay una tetera de porcelana que gira alrededor del Sol en una órbita elíptica, nadie podría refutar mi aseveración, siempre que me cuidara de añadir que la tetera es demasiado pequeña como para ser vista aún por los telescopios más potentes. Pero si yo dijera que, puesto que mi aseveración no puede ser refutada, dudar de ella es de una presuntuosidad intolerable por parte de la razón humana, se pensaría con toda razón que estoy diciendo tonterías. Sin embargo, si la existencia de tal tetera se afirmara en libros antiguos, si se enseñara cada domingo como verdad sagrada, si se instalara en la mente de los niños en la escuela, la vacilación para creer en su existencia sería un signo de excentricidad, y quien dudara merecería la atención de un psiquiatra en un tiempo iluminado, o la del inquisidor en tiempos anteriores”.

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DIOS: UNA BIOGRAFÍA ANTROPOLÓGICA

jueves, 5 de agosto de 2010


El origen del dios monoteísta, como el de otros tantos dioses, debe buscarse en nuestro pasado primitivo, a través de la antropología, en la filosofía animista, y no en las iglesias, mezquitas o sinagogas. Este estudio permite observar su evolución, a través de las primitivas religiones étnicas del paleolítico, hasta el concepto del dios judeocristiano, con un marcado mensaje universal que trasciende los marcos tanto étnicos o nacionales como de cualquier otro tipo.

El animismo es la creencia en seres extracorpóreos e invisibles (almas), los cuales pueden darse tanto en los propios seres humanos, como en las plantas, animales u objetos inanimados. Para el antropólogo Edward Burnett Tylor (1832-1917), el animismo estaría dividido en dos grandes dogmas: el primero se refiere a las almas de criaturas individuales, capaces de poseer una existencia continuada después de la muerte o de la destrucción del cuerpo; el segundo concierne a los espíritus que poseen el rango de divinidades poderosas. Por tanto, para el antropólogo, todas las religiones entrañan alguna forma de animismo.

La filosofía animista surge del asombro, el miedo y la curiosidad que el hombre primitivo padecía frente a las fuerzas de una naturaleza de la que dependía, y que a la vez no podía controlar, ni explicar: desde el misterio de la muerte, al milagro de la primera lluvia, desde la primera y fantástica impresión al contemplar como la luz desaparecía tras el horizonte, al pánico del primer trueno.

Consciente de su propia muerte y de su dependencia absoluta a la –casi siempre– hostil naturaleza, el hombre primitivo inventó sujetos invisibles que gobernaban las causas y los efectos de los fenómenos inexplicables a los que se enfrentaba constantemente, lo que representaba una solución satisfactoria y aparentemente racional a sus miedos y dilemas. No es descabellado, por tanto, afirmar que Dios es el resultado de los límites del conocimiento humano. Cada vez que decimos que Dios es el responsable de algún fenómeno, lo que en realidad estamos diciendo es que ignoramos como se produjo ese fenómeno. Por ejemplo, cuando nuestros antepasados pensaron que Dios había creado el Universo, lo que en realidad estaban diciendo es que no sabían cómo se había creado el Universo.

Esta etapa primigenia de la religión se vio seguramente sustentada gracias a experiencias de carácter universal, como por ejemplo los sueños, los reflejos en el agua, las sombras, los trances, las visiones o la muerte. Durante el sueño, por ejemplo, el individuo vive más allá del cuerpo físico, se desplaza a lugares lejanos, habla con familiares o compañeros vivos o muertos, para volver a despertar después en el mismo lugar donde concilió el sueño. Las visiones (o trances) inducidas por drogas constituyen otro ejemplo de experiencia en la que la mente parece separarse del cuerpo. Algo similar ocurre con los reflejos de uno mismo en el agua, o con las sombras. La idea del alma también servía para explicar el misterio de la muerte, pues los hombres podían suponer que un cuerpo sin vida era un cuerpo privado de alma.

La idea del alma es, por tanto, una idea universal, pues las experiencias que dieron pie a este tipo de creencia son de carácter universal. Sin embargo es un error suponer que todos los hombres pensaban que cada ser disponía de una sola alma. Los antiguos egipcios, por ejemplo, creían que poseían dos, una por los antepasados maternos y otra por los paternos. Los jíbaros del Ecuador creían que tenían tres almas. En Dahomey (actual Benín) sus habitantes creían que las mujeres tenían tres almas y los hombres cuatro. Los fang de Gabón, por su parte, creían que tenían siete almas: la del cerebro, la del corazón, la del nombre, la de la fuerza, la del cuerpo, la de las sombras y la del espíritu.

Por otro lado es posible que el hombre buscara la forma de que estos sujetos invisibles le fuesen propicios por mediación de algún tipo elemental de ritual o mediante la utilización de fetiches tales como plumas, colmillos, rabos de animal u objetos esculpidos o modelados en arcilla, piedra, madera u otro material, que podrían imitar, por ejemplo, a un animal divinizado. El culto de las reliquias por parte del cristianismo, como por ejemplo la Cruz, el Cáliz, el Sudario o la propia imagen de los santos, constituyen ejemplos más recientes de fetichismo por el cual se establece un vínculo entre el fiel y la divinidad con la que desea comunicarse o fundirse. En este sentido no existe diferencia alguna entre un grupo de cristianos que piden favores a una cruz y otro de indígenas americanos que, adornados con plumas, minerales y otros símbolos, bailan la danza de la lluvia alrededor de una hoguera. También cabe recalcar que la cruz es el símbolo cristiano por la sencilla razón de que a Jesús lo ejecutaron en un lugar y en un momento concreto de la historia. De haberse producido su muerte en otro lugar o en otra época el símbolo cristiano tanto podría ser un hacha, como una guillotina, o incluso una silla eléctrica o una cámara de gas, y en lo alto de las iglesias no veríamos cruces sino el elemento concreto con que fue ejecutado.
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